Un Stendhalazo de caminito a la Boca

Hace un par de años un amigo que estaba de Erasmus en Roma me maldijo. Él no fue consciente de ello, pero lanzó sobre mí una especie de maleficio que durante mucho tiempo pensé que no podría superar. De verdad, no exagero. La cosa fue así.

A primera hora recibí un mensaje que decía: “Buah, no te lo vas a creer, pero, aquí en Roma, me ha pillado un Stendhalazo”. Yo, ignorante de mí, automáticamente pensé en el futbolista Lars Stindl. No entendía qué relación podía tener una cosa con la otra. Sin saber qué responder, le dije: “¿Stendha qué?”. Y ahí es donde todo empezó.

 Al momento, este ‘amigo’, si le podemos llamar así, me explicó que esta era la sensación de mareo y emoción extrema que sintió Stendhal, el famoso autor francés del siglo XIX, después de ver la Santa Croce de Florencia. Ahora, él, dos siglos más tarde, había vivido eso que también conocemos como el síndrome del viajero.

Para dejarme todavía más claro lo que él había experimentado, me mandó un tercer mensaje: “Justo salía del Castelo de Sant Angelo y los serafines que presidían la muralla me guiaron hacia Via de la Conciliazione. Que, por si no lo sabías, la construyó Mussolini para unir Roma y el Vaticano. Vuelvo al tema. Mientras ascendía por esa avenida empecé a notar una pulsión. Algo dentro de mí no iba bien. Mientras me acercaba a San Pedro del Vaticano empecé a sentir cómo la Columanta de Bernini me estrujaba dulcemente. Los ojos se me humedecieron y un escalofrío me atravesó como si fuera un relámpago sagrado. El silencio de mi alrededor era ensordecedor en comparación a cómo de fuerte cabalgaba mi corazón. Pensé que se me iba la vida, pero cuando recuperé el aliento entendí, mientras me caían las lágrimas, que alguien había robado un pedazo del cielo y lo había puesto en la tierra”.

A las pocas semanas de ese mensaje fui a verle. Primero, para saber si realmente estaba bien, y segundo para intentar captar yo también esa sensación. Spoiler: él se encontraba mejor que nunca, y yo me sentí igual que siempre ante esa monumental obra. Durante los años posteriores, siempre que viajaba había un run run dentro de mí que no me permitía gozar del todo. Esa era la maldición. Todos nos creemos un poco Willy Fogg. Nos idealizamos pretendiendo ser grandes aventureros, aquellos a quienes se les han revelado todas las certezas del mundo. Pero cuando, de golpe y porrazo, aparece alguien que te dice que a él sí se le ha manifestado eso del “bien, belleza y verdad” de los griegos, la envidia te carcome. 

 

Mis ojos vislumbraban una sensación conocida, la del éxito sufrido, la de las derrotas vividas. Y al fondo la vi. Como si alguien hubiera robado un pedazo del cielo y lo hubiera dejado en la tierra, allí yacía La Bombonera

 

Como derrotas vivimos muchas, uno intenta no frustrarse demasiado y va guardando cada una de ellas en un rincón del organismo. Con las nuevas, intentas olvidar las viejas, aunque muchas veces todas ellas bailen juntas en nuestras peores pesadillas. Cuando casi había dado por sepultada esa maldición, más por las capas de fracasos que la cubrían y en ningún caso por haber roto el maleficio, llegué a Buenos Aires.

Allí donde Dios puso la semilla original. Allí donde nació la pasión que me había corrompido. Aquella que me hacía vibrar, gritar, llorar, sentir y ser. Allí fue donde ocurrió.

No lo olvidaré nunca. Justo llegábamos a la calle Pi y Margall mientras dejábamos el precioso y arcaico barrio de San Telmo. Sin saber dónde nos metíamos, entramos al barrio de la Boca. El Parque Quinquinela nos recibió con el césped rasurado y húmedo, como si supiera algo. Harmonizaba la escena el ruido más puro que existe: las risas de los críos persiguiendo el balón. Como si de repente alguien me levantara unos milímetros del suelo, empecé a sentir una especie de éxtasis. Había perdido el control. La irracionalidad, madre de todo esto, recuperó la posesión. El corazón retumbaba como resuena la madera al negar un gol. Mis ojos vislumbraban una sensación conocida, la del éxito sufrido, la de las derrotas vividas. Y al fondo la vi. Como si alguien hubiera robado un pedazo del cielo y lo hubiera dejado en la tierra, allí yacía La Bombonera. 

Recuperando el aliento y embolsando las gotas de alegría en la manga, lo comprendí. Stendhal y yo solo nos podíamos encontrar en un sitio. Donde el fútbol todavía vive sin haberse corrompido. Allí donde el disfrutar es la única condición sine qua non. De Caminito a la Boca conocí el Jardín del Edén.

Cuando llegué al hotel me vi incapaz de mandarle un mensaje. El amigo, que durante años pareció enemigo, fue quien me permitió poder ponerle palabras a esa sensación única. Al final, lo que parecía una maldición, era solo la antesala de un hecho irrepetible. Poco después le mandé este texto y le dije que era importante que la próxima vez que hablase del tema, remarcase que Stindl era el del Borussia Mönchengladbach y Stendhal el de aquello que nos pasó.

 


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Fotografía de Edu Boada.

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